Parece conocido

Dos manos se posan frente a dos ojos proyectores. De forma ceremoniosa, los dedos se hacen a un lado, sus sombras revelando las imágenes en la pared. Marco tras el proyector, mueve sus manos a tiempo para hacer progresar las diapositivas con un click. Es un performance compuesto de una luz cegadora, el baile de un hombre, dos proyectores y una revelación de imágenes sucesivas. Revelando cosas del pasado: una cuchara de plástico en la playa, un juguete, ropa, un instrumento, un tesoro, basura… La pieza es una exposición de esos objetos que considerábamos valiosos, ahora no queridos; alguna vez poseídos, ahora perdidos; una vez conocidos, ahora anónimos.

Qué pasa con lo familiar cuando se saca de contexto y se recoloca? Sin contexto, no hay significado. Sin una red de soporte de otras cosas por conocer, no hay sentido. Marco ha encontrado algo qué fotografiar: un objeto, quizá un flotador medio enterrado en la arena. Él adopta lo perdido, lo desconectado, una imagen de su familia. Representada, se han transformado miembros y colaboradores. Bailarines de luz y estructura en la pared.

Marco Montiel-Soto, un nombre como una pincelada colorida a contraluz, blanco y negro, donde se espera nuestra prueba de presencia con la grabación de nuestra identidad dada -codificada por una firma- en el espacio asignado. Marco la escribe en tinta verde para probar su punto. Si firmar representa un ritual de nuestros nombres, los nombres significan también un ritual de nombramiento que expone la tradición de asignar identidades. Nos son dados múltiples signos, al menos uno nuestro propio, al menos uno de nuestra familia.

Nuestros nombres nos tiran en ambas direcciones. También nos atan a la familia (nuestro cordón umbilical) y los sostiene demandantes en la distancia. Si un nombre va a sobrevivir, sus portadores deben portarlo. Como una codificación de la línea sanguínea, denota la responsabilidad de crear la siguiente generación, y la siguiente después de esa. Nuestros antepasados se mantienen registrados en letras y apellidos, su vergüenza y honor escrito en lo que pertenece a ambos. Damos significado a nuestra sangre en tinta negra. Excepto Marco, él firma en verde.

El salón se desborda con sombreros, instrumentos de cuerda, tambores, calculadoras, proyectores, lentes, lo que sea pero una familia de ellos. En este altar de repetición, Marco muestra su más reciente adquisición, un vinilo antiguo. En él gira Marilyn Monroe, cuya voz se va profundizando, se hace leeeenta y proooffuuunndaaa, según Marco presiona sus dedos contra el disco negro. En un segundo vinilo suena Beethoven, en un tercero ópera rusa. Marco trae uno de los vinilos para sellar la ceremonia y pronto todos los duplicados y triplicados son bañados en sonido: una congregación de familias esperan la ablución. Es una cacofonía extática, un mantra al caos en un ritual de desorden.

Este altar de marco recuerda a su habitación en miniatura. Hay una estatuilla, allí una figurina; todo puesto en su sitio pero derrocado inmediatamente. Quizá sirve de recordatorio de que hasta los más bajos pueden ser dioses, cada objeto una deidad potencial, mientras que los más honrados pueden ser absueltos en toda su absurda gloria por la idolatría de los fanáticos.

Al juntar todos estos objetos, Marco alínea dinero con fósforos y una pipa. ¿Por qué elegimos los dioses que elegimos y quién puede decir cuál nos salvará al final? El plástico barato de las réplicas de figuras religiosas son un recordatorio de lo común que es la fé (cada persona puede ser dueño de su propio trozo de cielo) y su comodificación. Ellos no están a un paso del kitsch consumista, son dos cosas indivisibles. La fé en el más allá es compartida por muchos. Así, las monedas en pequeñas torres son miembros ambivalentes de la familia sagrada. No está claro si están puestos como una ofrenda a un santo o si son el poder mayor al que se personifica en altares de madera. A pesar de estas contraposiciones, la impresión que dura no es una blasfemia sino una adherencia piadosa al dogma de la insignificancia sublime.

Elen Flügge, 2011